Hace días que no puedo dejar de pensar. Tengo bronca. No puedo creer que haber escuchado ese diálogo me haya afectado tanto. Cuando empecé a trabajar en la librería, Verónica y Marcela ya estaban ahí. Fue odio a primera vista. Y fue recíproco. Al principio, intenté ignorarlas, pero no podía evitar escuchar cada lunes los relatos de sus andanzas nocturnas y de sus estupideces. Hubiera renunciado si no fuera porque este trabajo era la única oportunidad de estar cerca de Nacho. Así que aprendí a tolerarlas, a fingir que no estaban ahí, cotorreando y riéndose como hienas estimuladas por ácido lisérgico. Pero esta vez habían ido demasiado lejos.
No tenía ganas de volver a trabajar. Haber escuchado cómo me decían patética y gorda en menos de un minuto fue como si me hubieran echado una maldición. Les faltaba los sombreros en punta y un caldero hirviendo para confirmar mis sospechas de que son brujas. En ese segundo, me sentí como una pila de basura que ellas se dedicaban a escupir. Llamé al día siguiente a mi supervisora, le dije que no me sentía bien y le pregunté si podía tomarme los días de vacaciones que me debían. No hubo problema. Me costó mucho decidirme, porque no quería perder la posibilidad de verlo. Pero si era cierto que estaba gorda, tampoco quería que él me viera así.
Odio hacer dieta. Saber que no puedo comer lo que quiero, hace que tenga más hambre. Me pasa lo mismo con Nacho. Cuando tengo la certeza de que no voy a verlo, es cuando más necesito estar cerca de él. Nacho… por él haría el esfuerzo de ir al gimnasio, aunque lo deteste. Me pregunto a qué gimnasio irá él… Seguro que va al gimnasio, porque se le adivinan músculos perfectos debajo de la ropa.
Estos días sola en casa son difíciles. Ya no sé qué hacer. Son los días en los que solamente puedo aferrarme a los recuerdos (y a la heladera). El recuerdo que me hace sentir mejor es el de la fiesta de egresados, el que dio origen a todo lo demás.