Haberme pedido el resto de mis vacaciones en estas condiciones fue suicida. Aunque intenté ordenar mi casa y descansar, no pude dejar de pensar en Nacho. Nacho es quien le da una razón a mi vida. Las decisiones que vengo tomando desde hace muchos años se deben a él. Hace años que espero: una mirada diferente, un gesto amoroso. Algo. Lo que sea.
Hice planes para ir al gimnasio. Hice compras para empezar a comer bien y sacarme del medio los kilos que Putónica y Garchela dicen que tengo de más. Pero todo quedó ahí. Prácticamente no me moví de la cama, salvo para ir hasta la heladera o hasta la pc, aunque no pude ordenar una idea para calmarme escribiendo. Vi películas (muchas) de esas que tienen el final feliz con el que todas soñamos. Ahora me doy cuenta de que fue un error. Todo fue un error: las películas que sólo me hicieron pensar más en Nacho, el helado, la pizza, las hamburguesas, las golosinas. Esta mañana me sentía fatal, como si me hubiera pasado por encima un camión con tres acoplados. Me sentía peor que las mujeres constipadas de la televisión que reniegan porque están hinchadas, pesadas. La ropa me aprieta (las medias me dan calor) y eso me pone de muy mal humor. Realmente, no sé ni cómo logré levantarme de la cama esta mañana.
Mientras viajaba apretada y semidormida, rogando que algún asiento del colectivo se desocupara y sintiéndome como una bolsa de residuos grasientos, algo me hizo click. Algo me golpeó en la nuca con una fuerza inhumana. Era una vieja, que había levantado la cartera tratando de hacerse paso a como diera lugar. Pero ese golpe (que en otro momento me hubiese llevado a insultar a la vieja) me despertó de mi letargo de papas fritas e imágenes en el televisor.
Me di cuenta de que todos estos años, anduve detrás de Nacho, en las sombras. Buscándolo, siguiéndolo en silencio. Desde que lo conocí, cuando empezamos la escuela secundaria fue así. Yo no formaba parte de su grupo de amigos, pero me bastaba con verlo de lejos, perfecto y deslumbrante. Me sentía invisible cuando se acercaba y lentamente, me acostumbré a eso.
Durante el último año de la escuela secundaria, hice mi duelo. Sabía que Nacho se alejaría para siempre y que yo no podía hacer nada para evitarlo. Me dediqué a mirarlo en silencio y a disfrutar cada uno de esos momentos que no se volverían a repetir. Ya estaba resignada. No se me ocurría que las cosas podían suceder de otra manera. Sin embargo, todo cambió el día de la fiesta de egresados.
Odio las fiestas, siempre las odié. Sólo fui porque esa iba a ser mi última oportunidad de ver a Nacho. Yo estaba sentada afuera, fumando. Nacho salió del salón, raramente solo. Se sentó a mi lado, como si fuéramos viejos amigos y me pidió un cigarrillo. No recuerdo que me dijo porque me sentí mareada. Todo daba vueltas a mi alrededor. No podía creer que Nacho estuviera hablándome. Terminó el cigarrillo y se despidió con un ‘nos vemos adentro Lau’. No supe qué hacer ni por qué me decía eso. Me asusté y me fui.

Desde ese día (desde el día en el que me di cuenta de que yo no era invisible para él), lo perseguí absurdamente. Obtuve un trabajo en la librería, sólo para estar más cerca. Pero nada cambió.
Algo tiene que cambiar. De eso estoy segura. Por vos, Nacho. Por mí. No sé qué ni cómo, pero es momento de hacer algo.