La cadena de librerías donde trabajo inauguró una sucursal nueva motivo por el cual se hizo una ágape el sábado a la nochecita, al que asistimos todos los empleados de las distintas sucursales, los gerentes, y los dueños, y el más importante de todos: Ignacio.
Sabiendo que iba a verlo estuve todo el día preparándome. Me depilé las piernas para lucir una mini falda nueva, busqué los tacos que más me estilizan, me puse una remerita escotada que se ata atrás y es sueltita. Me pinté con esmero, me planché el pelo y salí, toda producida, con el lacio perfecto, al evento. Si no fuera por Nacho, no me hubiese molestado en arreglarme tanto.
Apenas llegué me recibieron falsamente mis aborrecidas compañeras, Verónica y Marcela. Las saludé sin mirarlas, buscándolo. Y ahí vi: tan hermoso y perfecto como siempre, tomando un canapé de una bandeja que pusieron en el mostrador y llevándoselo a la boca. Ay, cómo quisiera ser un canapé.
Embelesada, imaginando que Nacho me besaba, no me percaté de que Walter, el cadete, estaba ofreciéndome, bandeja mediante, una copa de esas bebidas alcohólicas coloreadas intomables, típicas de los lunchs.
"Laura! Hola!" Me gritó y volví en mí. "¿Querés?", me dijo. "No, gracias", le respondí. Mientras Walter me contaba lo que había hecho la noche del viernes como si pudiera importarme, yo seguía a Nacho con la mirada. Y así estuve todo el tiempo. Ausente. Testigo de cada paso, de cada gesto, de cada bocado de Nacho. Hasta que clavó su mirada en mí. Me puso tan nerviosa que me descubriera viéndolo, como si me hubiera pescado espiándolo por la cerradura. Que vergüenza. Creo que me puse colorada. Quería huir. Necesitaba un cigarrillo en ese instante, pero no podía salir a la calle a fumar porque el gerente del nuevo local estaba en pleno discurso. Temblaba. Tal vez una necesidad biológica sería un mejor justificativo para abandonar el recinto en plena oratoria inaugural. Así que corrí hasta el baño. "¿Qué estoy haciendo?", pensé.
¡No podía fumar en el baño!. Pero lo necesitaba desesperadamente. En eso vi que arriba de uno de los baños, había una rendija, un respiradero. Sólo podía llegar ahí para tirar el humo subiéndome a uno de los inodoros. Y eso hice. Me trepé, cerré la puerta, prendí mi ansiado pucho, di una bocanada y largué el humo por la rejilla. Empecé a calmarme y justo cuando apagaba el cigarrillo escuché ruidos.
Por las risas de hienas me di cuenta de que eran Verónica y Marcela. Avergonzada, me quedé quieta. Entraron y trabaron la puerta principal. Algo tramaban. Verónica se asomó debajo de las puertas de los baños y le avisó a Marcela que no había nadie.
Verónica: ¿Fumamos uno a medias?
Marcela: -¿Acá? Pero... ¿y el olor?
Mi mente: Que no vean la rendija. Que no la vean.
Verónica: Tengo desodorante en aerosol en la cartera.
Mi mente: Menos mal. Qué buena idea. Voy a traerme un miniglade.
Marcela: Qué fuerte que está el hijo del jefe-jefe. ¿Cómo se llama?
Verónica: Si, Ignacio. Lástima que no está a cargo de nuestra sucursal.
Marcela: ¿Viste como lo miraba Laura? Ja, ja. Le faltaba el hilo de baba.
Verónica: Siii, es patética. Como si fuera a darle bola, pobrecita. Ja, ja.
Mi mente: ¿Patética? ¿Pobrecita? Qué saben si Nacho me da o no me da bola. Ya tenían que meterse dónde nadie las llama, Putónica y Garchela.
Verónica: Y se vino producida. Como si eso disimulara los kilos que se puso encima en las vacaciones ja, ja.
Marcela: Ja, ja. Sos yegua, eh?. Pero tenés razón. Está más gorda.
Mi mente: ¿Gorda?. ¿Tanto se me notan los cinco kilitos que subí?
Me quedé dura tratando de no escucharlas más. Malditas arpías. ¿No se vieron en el espejo? Ellas no saben que Ignacio y yo fuimos juntos a la escuela. Ellas no saben nada.
Salí tan mortificada del baño que no me di cuenta de que me fui del local sin saludar y cuando me quise acordar estaba en la parada del colectivo para volver a casa. Por culpa de estas arpías no pude saludar a la única persona con la que me interesaba interactuar en esa fiesta horrible. ¿Qué habrá hecho Nacho?